MARRUECOS, ¿TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA O AUTORITARISMO PERFECCIONADO?
Juan Ignacio Castien Maestro
Profesor de Sociología de la
Universidad Complutense de Madrid
El pasado mes de julio Mohamed VI cumplió sus primeros once años de reinado. Once años constituyen ya un plazo de tiempo lo suficientemente amplio como para permitirnos juzgar los hechos con una cierta perspectiva. No hay duda de que a lo largo de esta última década se han producido algunos avances importantes en campos como el respeto a las libertades fundamentales, la legislación matrimonial, la descentralización administrativa, el reconocimiento de la lengua y la cultura tamazight, la difusión de la educación y el desarrollo de las infraestructuras. Pero, sin negar ninguno de estos logros, la impresión general que invade al observador es la de que el país no ha cambiado tanto a fin de cuentas y de que existe una llamativa continuidad de fondo entre las políticas actuales y las del período anterior. Está claro que, pese a las previsiones demasiado optimistas de muchos políticos e intelectuales, de dentro y fuera de Marruecos, el país no ha tomado en modo alguno la senda de una transición democrática “a la española”. A día de hoy, la concentración del poder político en manos de la Corona y de su círculo más próximo resulta indiscutible. Son ellos los que dirigen la política del país prácticamente en régimen de semi-monopolio, sin tener en frente apenas ningún contrapeso institucional ni social. No se trata solamente de que la Constitución vigente reconozca al Monarca unas prerrogativas impensables en ninguna democracia al uso, sino de que, asimismo, el aparato majzeniano se mantiene en muy buena forma y sigue haciendo gala de su ya legendaria capacidad para neutralizar, cuando no cooptar, a todo aquel que perciba como una amenaza para su poder absoluto. El resultado es un tejido social débil y desorganizado, manejado e intervenido permanentemente por el Majzen e incapacitado, en consecuencia, para influir en la suficiente medida sobre la vida política nacional; un escenario, en suma, claramente alejado de cualquier ideal democrático.
Aunque ésta sea a grandes rasgos la situación presente, no existe una única manera de interpretarla. Quienes continúan aferrados a la idea de un país inmerso en una transición democrática de largo aliento pueden aducir en su favor los avances genuinos que hemos apuntado más arriba y concluir que, pese a todas sus insuficiencias, el país se está moviendo en la dirección correcta. Quizá luego se les reproche a los gobernantes marroquíes su excesiva lentitud. O, quizá también, se justifique esta parsimonia sobre la base de una presunta inmadurez política de su población, que haría desaconsejable una democratización demasiado rápida, sobre todo ante el riesgo de una eventual llegada al poder de los islamistas, lo que propinaría, se dice, un golpe mortal a cualquier esperanza democrática. Qué duda cabe de que en el contexto internacional actual, con el recuerdo de la tragedia argelina aún reciente y la “guerra global contra el terror” emprendida por Estados Unidos y sus aliados, esta argumentación ha adquirido para muchos el rango de una verdad incuestionable. Sin embargo, toda esta línea de razonamiento no deja de plantear algunos problemas de bastante calado. Su principal carencia consiste en que presupone que se está produciendo, en efecto, una transición democrática o de que, al menos, ésta habrá de producirse tarde o temprano, como si las sociedades solamente evolucionasen en una única dirección. Pero, por más deseable que nos pueda parecer, esta transición democrática no es algo que tenga que producirse a la fuerza. Es muy posible, por el contrario, que el camino por el que está transitando la sociedad marroquí esté siendo otro muy distinto. Es lo que vamos a intentar mostrar a continuación.
Ya que está tan extendida la costumbre de tomar el caso español como una piedra de toque con la que comparar cualquier otra realidad mundial, podemos aventurar la hipótesis de que los dirigentes marroquíes actuales están logrando hasta el momento aquello que no consiguieron los de la España tardofranquista. Estos últimos se embarcaron desde los años sesenta en un proceso de reforma controlada, encaminado a fortalecer el sistema autoritario existente. Con este fin, racionalizaron el funcionamiento de las administraciones públicas, poniendo coto a las formas más descaradas de clientelismo político, atenuaron la violencia ejercida sobre los disidentes, concedieron ciertos espacios de libertad a la población y propiciaron con todo ello, y merced también a un contexto internacional extremadamente favorable, un notable desarrollo económico. El balance final de toda esta operación fue, sin embargo, bastante contradictorio. Se produjo, sin duda, una notable modernización social y se consiguió no tanto ampliar la base social del régimen, como otorgarle, al menos, el asentimiento tácito de una gran parte de la población, que acataba el estado de cosas existente a cambio de una substancial mejora en sus condiciones de vida. Pero, a más largo plazo, este autoritarismo tecnocrático acabó mostrando sus límites. Mucha gente ya no se conformaba con lo que se le ofrecía y exigía más. Asimismo, el sistema autoritario parecía demasiado rígido para organizar una sociedad cada vez más compleja. De este modo, tras la muerte del dictador resultó imposible preservar el viejo sistema y sus gestores, muchos de ellos a regañadientes, tuvieron que avanzar hacia una democratización genuina, resignándose a compartir el poder político con sus antiguos adversarios. En resumen, la modernización autoritaria emprendida por el régimen franquista acabó precipitando el final de este mismo régimen. Podría pensarse entonces que sus responsables habrían actuado como una suerte de aprendices de brujo, invocando ellos mismos las fuerzas que con el tiempo habrían de enterrarles. Pero esta valoración, llevada más allá de un cierto punto, resultaría demasiado unilateral, pues lo cierto es que la democratización pactada que finalmente se produjo les permitió conservar una notable influencia política, evitar una redistribución de la riqueza nacional y librarse hasta el día de hoy de cualquier rendición de cuentas por sus acciones pasadas. Desde su propio punto de vista, podría decirse que el régimen autoritario cumplió su misión y, una vez que dejó de ser viable, les permitió afrontar la nueva democracia desde una posición francamente envidiable.
Comparando ahora lo ocurrido en España con la actual situación marroquí, podemos extraer algunas enseñanzas. En vez de una transición democrática a cámara lenta, Marruecos estaría viviendo la puesta en marcha de un autoritarismo perfeccionado, menos brutal y más racional que el anterior; un autoritarismo, por así decir, “de guante blanco”, similar a aquel que no llegó a cuajar del todo en su vecino del norte. Este proceso no sería, por otra parte, exclusivo de este país. Si dirigimos nuestra mirada hacia Túnez, Argelia, Jordania y otros Estados del mismo entorno, percibiremos de inmediato un cierto aire de familia en la evolución política de todos ellos, salvando, claro está, las consabidas distancias. En todos estos casos se combina una política moderadamente aperturista con la conservación del poder en manos de una reducida oligarquía. Este autoritarismo perfeccionado pervive y florece debido a que no hay nadie que ejerza la presión necesaria sobre sus responsables para obligarles a optar por una democratización genuina. Aquí reside la diferencia fundamental con lo ocurrido en España hace ya casi cuarenta años. Centrándonos ya en Marruecos, no existe aquí, en primer lugar, ninguna presión externa remarcable en favor de la democratización, dado que Estados Unidos y la Unión Europea prefieren mirar hacia otro lado y no incomodar demasiado a uno de sus mejores aliados estratégicos. Tampoco se da una presión interna lo suficientemente intensa. Lo que caracteriza a fecha de hoy a la sociedad marroquí es, en términos generales, una marcada desmovilización política. Tan solo vota un tercio del censo electoral. Los partidos políticos son débiles y están profundamente desprestigiados y, aunque se ha producido la emergencia de un movimiento asociativo muy plural y muy activo, éste se encuentra, empero, confinado dentro de unos sectores sociales bastante reducidos, al igual que ocurre también con la circulación de la prensa independiente. Ello no quiere decir que no exista un descontento muy extendido ante la situación presente, pero éste no rebasa en la inmensa mayoría de los casos el nivel del exabrupto cotidiano. En tales condiciones, los dirigentes marroquíes no experimentan ninguna necesidad de cambiar una situación de la que extraen evidentes beneficios.
Pero ¿a qué obedece tanta pasividad? La respuesta es compleja. La sociedad marroquí es una sociedad fracturada. A las supervivencias del viejo faccionalismo tribal y étnico heredado del pasado se han añadido ahora otras nuevas. Como sociedad sujeta desde hace un siglo a un proceso de modernización profundamente desigual, las diferencias entre el campo y la ciudad y entre las distintas capas sociales son enormes, como lo son también las existentes entre quienes desarrollan un estilo de vida más “modernista” y “occidentalizado” y quienes adoptan, por el contrario, una posición más “conservadora” y “tradicionalista”. Todas estas fracturas hacen más difícil la conformación de una amplia coalición social capaz de presionar a las élites políticas de una manera efectiva. Esta falta de alternativas organizadas propicia, a su vez, la búsqueda en exclusiva de salidas individuales, emigrando al extranjero o accediendo a algún empleo mediante los consabidos “contactos”. Lo que prima es el clientelismo, el permanente intercambio de favores. Los efectos de este sistema son desastrosos. La eficiencia de las organizaciones públicas y privadas queda seriamente trastocada, algunos se enriquecen a costa de muchos y otros muchos más se ven por completo excluidos, y frustrados. Pero quizá lo peor de todo sea el debilitamiento de la idea de lo público y la frecuente visión de los otros como socios o competidores, pero no como conciudadanos con los que cooperar en aras de un objetivo compartido. Con ello, se entra en un auténtico círculo vicioso. Las raíces de este clientelismo son, por supuesto, muy diversas. Sin duda, la imperfecta modernización del país no ha permitido la difusión de sistemas organizativos más meritocráticos y racionales. Pero no estamos ante una mera supervivencia del pasado. Se trata de un arcaísmo, ciertamente, pero de un arcaísmo que se ve continuamente vivificado por las condiciones del presente. El clientelismo no es sólo un arma extraordinaria en manos del poder a la hora de desorganizar posibles movimientos en su contra, también constituye, mal que bien, un eficaz medio de supervivencia allí donde se carece del respaldo de unas buenas instituciones públicas o de unos mercados de trabajo eficaces. Siendo una respuesta comprensible frente a una modernización incompleta y desequilibrada, contribuye, al mismo tiempo, a dificultar cualquier avance de la misma, con lo que se produce un nuevo cortocircuito.
Pese a que este clientelismo se presenta en el caso concreto de Marruecos con unos contornos especialmente marcados, tampoco deja de constituir por ello un fenómeno prácticamente universal. Puestos a continuar comparando el caso marroquí con el español, podemos recordar el clásico caciquismo de la España de la Restauración. Este caciquismo impregnaba todo el sistema político y vaciaba en buena medida de su contenido a las instituciones formalmente democráticas. Ante todo, y al igual que ocurre hoy en día en Marruecos, ponía en conexión a las cumbres más altas del Estado con la masa más humilde de la población, a través de toda una cadena de relaciones clientelistas que atravesaban toda la sociedad de arriba a abajo. De este modo, una gran parte de la gente acaba implicada en este sistema, siendo su víctima, pero también su cómplice. En consonancia con esta última idea, frente a las equiparaciones demasiado fáciles entre los regímenes de Franco y de Hassan II a las que se entregaron todos aquellos que soñaban con una pronta transición a la española en Marruecos, con Mohamed VI jugando el papel de Juan Carlos I y con la aparición milagrosa de algún Adolfo Suárez marroquí, quizá convendría remontarse un poco más en el tiempo y evocar el reinado de Alfonso XIII. Pero nada sería más erróneo que reemplazar una analogía mecánica por otra del mismo tenor. Todas estas analogías pueden sernos útiles, pero a condición de que tomemos plena conciencia de las profundas diferencias que también existen entre las distintas realidades que estamos comparando. A pesar de sus profundos desequilibrios internos, la sociedad marroquí es una sociedad del siglo XXI, con un nivel de vida, un desarrollo tecnológico y una internacionalización de su economía sensiblemente superiores a los de la España de hace un siglo. No obstante, esta convivencia entre elementos más arcaicos y más modernistas, tan característica del llamado Tercer Mundo en su conjunto, contribuye, en ciertos aspectos al menos, a fortalecer su actual sistema autoritario. Ya hemos apuntado más arriba que la brecha existente entre “modernistas” y “tradicionalistas”, fruto de todo este desequilibrio, acentúa aún más las fracturas internas de esta sociedad y su dificultad para organizarse. De igual manera, gracias a esta modernización el Estado se ha fortalecido de manera decisiva. Con su extensa burocracia, su ejército y su policía, los actuales dirigentes marroquíes disfrutan de un poder sobre la sociedad con el que nunca hubiera podido soñar ningún Sultán anterior al colonialismo, obligado como estaba a pelear incansablemente contra las tribus levantiscas que le rodeaban. Frente a este fortalecimiento del Estado, la sociedad civil no lo ha hecho con la misma intensidad, quedando en gran medida a su merced y pudiendo ser entonces manejada por medio de una hábil combinación entre clientelismo generalizado y represión selectiva.
Parece, pues, que son muchos los factores que están contribuyendo a preservar este autoritarismo depurado, por lo que no hay que albergar demasiadas esperanzas en un cambio democrático a corto plazo. Sin embargo, este clientelismo que tanto fortalece al sistema político podría convertirse también en su talón de Aquiles. Su papel como rémora para la modernización es admitido por todos. De hecho, el historial económico del Marruecos del último medio siglo es bastante mediocre. Un autoritarismo más racionalizado tendría que poner coto a esta exuberancia descontrolada de las relaciones clientelistas. En la medida en que lo haga, o que parezca que lo haga, ganará, desde luego, mayor legitimidad ante la población y, con ello, se fortalecerá aún más. Ésta está siendo precisamente una de las cartas propagandísticas jugadas por la Corona. Pero queda por ver hasta dónde se está dispuesto a llegar. Como en el caso español, y, aunque tomándose un tiempo mayor, la modernización podría acabar por sentar las condiciones para que se produzca por fin una movilización social anti-autoritaria. Por ello, si la modernización atenta contra el clientelismo y éste se considera indispensable, por los beneficios materiales que proporciona y por la seguridad política que reporta, es perfectamente posible que se opte entonces por ralentizar esta misma modernización y dejar las cosas como están. Se podría ganar así en estabilidad, gracias, paradójicamente, a la propia incapacidad para mejorar la situación del país. Esta eventualidad no es descartable en absoluto. Pero habría que preguntarse si, en caso de producirse, el sistema no se deslegitimaría también de un modo decisivo, sobre todo cuando resulta cada vez más sencillo comparar la situación vivida en el propio país con lo que sucede en el exterior. En un caso semejante, el descontento concomitante podría volverse en contra del régimen. Así, este autoritarismo perfeccionado no deja de albergar en su seno una serie de contradicciones internas que podrían agravarse a más largo plazo. De ser así, existen razones de peso para abrigar un moderado optimismo acerca del futuro democrático de Marruecos.
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